Cada año, miles de escuelas organizan Ferias de Ciencias y Tecnología que transforman pasillos, aulas y patios en laboratorios vivos. Más allá de los stands y los trabajos exhibidos, estos espacios condensan una pregunta central: ¿Cómo promover que estudiantes de todas las edades se apropien de las herramientas del pensamiento científico? En un escenario educativo marcado por la aceleración tecnológica, la desinformación y los desafíos socioambientales, la respuesta vuelve una y otra vez a lo mismo: enseñar a investigar, preguntar y comunicar.
En palabras del docente nominado al Global Teacher Prize,
Lucas Vogel, “lo valioso es que sea un proceso de aprendizaje significativo que impacte en otras áreas y en toda la trayectoria escolar”. Su mirada aporta una clave: la feria no es un evento aislado, sino un camino formativo que deja huella.
Las ferias ofrecen justamente eso. Son una instancia donde el conocimiento deja de ser contenido para convertirse en experiencia. A través de un proyecto, los estudiantes atraviesan un proceso que involucra definir problemas, formular hipótesis, explorar fuentes confiables, analizar datos y presentar conclusiones. Se trata del corazón mismo de la alfabetización científica, un eje presente tanto en marcos curriculares nacionales como en las recomendaciones internacionales de organismos como la
UNESCO, que sostiene:
“La ciudadanía científica es esencial para que las sociedades puedan comprender y actuar sobre los desafíos contemporáneos”.
Pensar, crear y compartir: un proceso con impacto educativo
El impacto pedagógico de una feria no se limita al día de la muestra. El recorrido previo —que puede extenderse semanas o meses— implica prácticas que fortalecen la construcción del conocimiento. La planificación del proyecto invita a observar el entorno, identificar intereses, reconocer problemas y formular preguntas genuinas. Ese primer paso, simple pero decisivo, es uno de los motores más potentes para desarrollar pensamiento crítico.
Aquí vuelve a aparecer una de las claves señaladas por el
Profesor referente de la Educación Técnica Argentina, Lucas Vogel: “La primera habilidad que aparece es el trabajo en equipo: organizarse, respetar tiempos, escuchar, coordinarse”. La feria se convierte, así, en un laboratorio social para aprender a convivir, cooperar y construir colectivamente.
A medida que avanzan, los grupos aprenden a trabajar con fuentes diversas, desde artículos científicos adaptados hasta entrevistas con actores de la comunidad. En muchos casos, la feria funciona como excusa para vincular la escuela con organizaciones locales, expertos, universidades o centros de investigación. La producción de informes, registros y diarios de campo fortalece habilidades de comunicación escrita, y la preparación de presentaciones públicas impulsa la oralidad, la síntesis y la argumentación.
Esto no solo tiene valor académico. También impacta en lo socioemocional. Los equipos aprenden a debatir, escuchar, reorganizar tareas, sostener desacuerdos y tomar decisiones colectivas. Sobre este punto, Lucas Vogel subraya en sus clases:
“Los chicos ganan autoconfianza, aprenden a explicar conceptos de manera simple y descubren que pueden sostener sus ideas frente a otros”. Ese proceso de cooperación suele ser tan formativo como el resultado final. La presentación ante docentes, familias y evaluadores externos se convierte en un momento de validación que refuerza la autoestima y el sentido de logro.
Cuando la comunidad se encuentra con la escuela
Las Ferias de Ciencias y Tecnología cumplen también una función social. Permiten que las comunidades vean lo que ocurre dentro de las aulas, reconociendo el esfuerzo de estudiantes y docentes. Ese encuentro refuerza el vínculo escuela–familia, genera orgullo institucional y legitima el trabajo pedagógico cotidiano. Además, las ferias visibilizan problemáticas locales que muchas veces pasan inadvertidas. Proyectos sobre calidad de agua, reciclaje, movilidad, consumo responsable o biodiversidad muestran cómo la ciencia escolar puede dialogar con los desafíos del barrio o la región. En ese sentido, funcionan como espacios de ciudadanía: los estudiantes no solo investigan, sino que proponen soluciones posibles y construyen conciencia social.
También son una oportunidad para docentes, quienes encuentran allí un territorio fértil para innovar, acompañar procesos originales y observar cómo emergen intereses genuinos en las trayectorias estudiantiles. Lejos de ser una actividad aislada, las ferias fortalecen prácticas pedagógicas que luego se expanden al resto del año escolar: metodologías por proyectos, investigación guiada, uso crítico de fuentes, trabajo colaborativo y comunicación científica.
Como destaca
Lucas Vogel, profesor de Matemáticas en el Instituto Belén de Campo Grande y en el Centro de Día de Oberá,
“las ferias de Ciencias siguen siendo necesarias porque ofrecen un espacio donde los estudiantes pueden ver y mostrar evidencias reales de lo que aprenden. El aprendizaje se vuelve significativo cuando investigan, prueban, se equivocan, mejoran y se animan a explicar sus ideas frente a otros. Ese intercambio —entre quienes presentan y quienes visitan— es lo que hace que la escuela se vuelva más viva y más humana.”
Del aula al futuro: por qué seguir impulsándolas
En un mundo atravesado por debates sobre inteligencia artificial, alfabetización digital y sostenibilidad, las Ferias de Ciencias y Tecnología cobran renovada relevancia. Preparan a los estudiantes para comprender fenómenos complejos, evaluar información confiable y participar en discusiones públicas informadas. También los acercan a campos profesionales vinculados con la ciencia, la tecnología y la innovación, ampliando horizontes vocacionales.
Aunque las ferias requieren tiempo, planificación y esfuerzo institucional, la evidencia muestra que su aporte es sustantivo. Son un espejo donde se refleja la creatividad estudiantil, la potencia de la escuela pública y la capacidad docente para construir experiencias significativas.
De cara al futuro, fortalecer estas iniciativas implica garantizar recursos, acompañamiento pedagógico, espacios de formación docente y articulación con actores científicos y tecnológicos. El desafío es sostenerlas de manera sistemática, asegurando que todas las escuelas —especialmente las más alejadas o con menos recursos— puedan participar con igualdad de oportunidades. Porque, en definitiva, cada feria es una celebración del conocimiento. Un recordatorio de que la ciencia no empieza en los laboratorios profesionales, sino en la curiosidad de quienes se animan a preguntar.
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